Viernes de un mes de un verano de un año cualquiera. Sierra de Guadarrama.
Un plan improvisado me lleva a las montañas tras dejar el asfalto de Madrid mendigando algo de sombra. La idea era tomar un bocadillo de calamares en la Plaza Mayor, cita ineludible si te atreves a visitar la capital del secarral estival.
Podría haber sido un plan estupendo, porque la compañía lo es, así que podríamos haber comido ese bocadillo y luego patear el Matadero descubriendo alguna instalación curiosa. Más tarde podríamos haber conectado con el paseo de Madrid Río, mientras el sol se reía de nuestra osadía abrasando nuestras cabezas.
Podríamos también haber cogido unas bicis para pedalear el Parque de la Casa de Campo y luego tomarnos una cerveza en alguno de sus chiringuitos.
Podríamos, tal vez, habernos mojado en el lago y tirarnos a la bartola Madrileña de este verano sorpresa.
Sin embargo algo nos pasó por el camino. Algo que a veces ocurre cuando dos mentes conectan en el deseo de aventura. Cuando dos espíritus entienden que los mejores planes no cuestan dinero y a veces, ni siquiera se escogen, porque sin darte cuenta, el propio plan es el que te escoge como actor para representarlo en ese espacio-tiempo mágico de encuentro.
Así que, sin más, escucho aquello de : -oye, que estaba yo pensando que ¿por qué no cambiamos el plan y nos subimos a la montaña?
Inevitablemente la respuesta del – ¡si, pues claro!- sale a borbotones de mi garganta.
Así que el volante gira 180 grados respondiendo a las órdenes de mi guía de viaje y en menos de 45 minutos el paisaje se transforma como en una película. Ahora estoy en medio de abetos que respiran a pleno pulmón; el de una capital que se divisa en la lejanía como espejismo derretido.
Los nombres de estos riscos, que mi guía va contando, se suceden en mi mente como promesas de lugares por explorar y que no quiero olvidar:
Monasterio del Paular
Puente del perdón
Cascadas del purgatorio
La cuerda larga
Las cabezas de hierro
La bola del mundo
Peñalara
Pantano y Valle de Lozoya
Cascadas del Purgatorio…
Así que los apunto. Suelo borrar los nombres de las personas que me presentan nada más terminan de decírmelos. Me gusta más recordar sus ojos, sus manos, su sonrisa o la falta de ella, la sensación que me provoca esa nueva oportunidad de conectar con otro ser humano. Por eso intento disculparme y pedir que me lo repitan una o dos veces más, mientras hago el esfuerzo, ahora ya consciente, de retenerlo. A algunas personas no les gusta que no recuerden su nombre; lo llevan como estandarte de su personalidad. Sin embargo, a mi me deja más huella su esencia, que suele trascender ese grupo de palabras y se transpira en el primer intercambio de besos, apretón de manos, o roce de codos, según el país o el momento de la pandemia…
Como no quiero que me vuelva a pasar esto, rescato los nombres que me van cantando al oído mientras conducimos por una carretera serpenteante.
Olfateo el rumor de las montañas, impasibles y sólidas ante mi mirada. Siento en mi piel bronceada la inconfundible luz tamizada por las hojas de los árboles. Las ramas filtran una avalancha de antiguas emociones, todas órganicas, similares a las que experimenta un perro cuando sale a pasear al campo después de horas encerrado en casa, me supongo.
Mientras mi mano danza fuera de la ventana jugando con el viento, empiezo a rememorar otras escapadas del pasado, cuando mi trabajo consistía en viajar y contarlo en formato audiovisual para televisiones de otras tierras: Suiza, Italia, Francia fueron destinos del ayer. Parece otra vida que ahora se me representa aquí de nuevo, mientras la evoco como una visitante. Semeja como si aquellos recuerdos ya no perteneciesen a mi historia, como si los árboles los hubiesen respirado para devolverlos luego a la memoria universal, en un ejercicio de expiración o expiación de las antiguas heridas. Memorias que durante años fueron saltando de copa en copa, de rama en rama, de hoja en hoja y ahora se me devuelven por otros bosques similares, que los rezuman en cada sombra que anhelo, en cada riachuelo que descubro, en cada curva que desciendo. Como si fuesen un préstamo que en algún momento sostuvo mi cerebro para después dejar marchar y aligerar el peso, abriendo espacio a nuevas vivencias y momentos.
Viene a mí la imagen de aquella mujer de treinta y pocos mientras me sorprendo pensando en lo diferente y lo igual al mismo tiempo que era yo en aquella época.
Y así mi memoria sensorial se activa de manera visceral. Las imágenes y los colores que veo recuperan mi memoria icónica, los sonidos la ecoica; los olores la memoria Proustiana, las texturas la háptica. Parece un cuadro que ya he visto antes pero a la vez es totalmente nuevo. Siempre me ha maravillado esta memoria de los sentidos del cuerpo. Cuando falleció mi abuela hace dos años guardé uno de sus pijamas en una bolsa hermética, porque quería conservar su aroma para siempre. De momento no me he atrevido a abrirla por miedo a que el aire lo evapore definitivamente, o a que mi sistema límbico provoque un torrente de añoranza con el consiguiente llanto hiposo de nieta-que-ya-no-tiene-abuelas. Por suerte todavía puedo evocar su olor sin recurrir a la bolsa talisman. El otro día, el aroma del portal de una amiga me llevo directamente a la casa que compartía con mi ex-marido hace más de un decenio…Por algún motivo, seguramente relacionado con mi personalidad sensible al procesamiento sensorial (en algún momento de mi vida adulta me he preguntado con terror si hoy el Departamento de Orientación del cole o algún neuropsiquiatra de los de “tanto TDHA que hay hoy madre mía”, me diagnosticaría como niña PAS…Oh Dios Mío!), mi cerebro ha escogido almacenar estos recuerdos en mi memoria a largo plazo.
Busco sobre este tema y leo que un tal Ulric Gustav Neisser acuñó el término ‘memoria sensorial’. Este psicólogo de origen alemán y miembro de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos presentó ante la comunidad científica un nuevo modelo sobre la memoria. En su trabajo Cognición y Realidad, nos explicaba cómo nuestros sentidos eran capaces de guardar la experiencia de un estímulo durante un breve tiempo con el fin de que nuestro cerebro pueda discriminar si cada estímulo experimentado merece la pena recordar o no, guardándolo así, o bien en la memoria de trabajo o en la memoria a largo plazo. Así que doy gracias por la elección de mi encéfalo.
El viaje continúa y el estómago protesta por el ayuno prolongado, así que paramos y comemos en una parada típica la consabida comida española de huevos con jamón tú y tortilla con ensalada yo, porque aquí y hoy precisamente es lo que estaba deseando. Más tarde nos tumbamos para una siesta bajo pinos y entre flores Espantapastores mientras las vacas espían nuestros movimientos. Arriba muy alto se acunan las copas de los árboles, abajo nosotros sintiendo, conectando, respirando sin más el ahora. Una pareja de la tercera edad sentada en sillas de playa, con las manos cogidas mientras observa el pantano de Lozolla me confirma que hay personas que siguen sabiendo compartir buenos momentos, aunque lleven 45 años haciendo lo mismo cada x tiempo.
El sol comienza su destierro a la hora que toca en esta época del año, así que retomamos la ruta para acercarnos a Rascafría a comprar chocolate artesano. Tiene que ser allí porque el cacao lo traen de lejos y es” antiséptico, diurético, anti-hemorrágico y parasiticida, el cacao es un remedio casero para la alopecia (calvicie), las quemaduras, la tos, los labios resecos, los ojos irritados, la fiebre, la malaria, le nefrosis, la depresión anímica, los dolores durante el embarazo y el parto, el reumatismo, las mordeduras de culebras, las heridas en general” ( https://www.chocolatenatural.com ). Pero sobre todo, porque mi guía dice que así se lo llevo a mi hijo a mi regreso a casa.
Más tarde disfrutamos de una clara con limón y después comeremos bocatas de bacon y panceta en Cercedilla mientras escucharemos un concierto sorpresa de un grupo local: tal Sanke se llama, cual Afro-jazz suena.
Bailamos, reímos, contamos anécdotas y confesamos recuerdos. Callamos también a veces, con la tranquilidad que da el entender que el silencio es bienvenido cuando no temes la soledad pero disfrutas de una buena compañía.
Viajamos hacia dentro. Convertimos un plan cualquiera en una oportunidad de exponernos a lo nuevo. De no comprendernos en absoluto y de ponernos en contacto con nosotros mismos de nuevo y entendernos por completo. Cuando viajamos, el tiempo pierde el ritmo automático, mecánico, que le damos en el día a día cotidiano. Cuando viajamos, se estira, se alarga, se convierte en algo que usas solo como orientación para llegar a comer o cenar antes de que cierren la cocina, para hacer un check out de un hotel o para coger un avión de regreso. Se evapora de nuestra conciencia y nos deja en un respiro suspendido. Parece como si esa convención para medir lo que no es solo aquí y ahora nos diese un descanso. Como si la teoría que estudian algunos científicos de que “el tiempo no existe y que solo es una ilusión hecha de recuerdos humanos”se confirmase.
Viajamos para enriquecer nuestros paisajes vitales, para enfrentarnos a nuevos retos, para abandonar la comodidad de lo transitado y predecible, de la monotonía y el tedio. Cada gran hito en el desarrollo de mi hijo se ha dado siempre durante o después de un viaje: su primer gateo en Menorca; sus primeros pasos en Extremadura; su primera subida a una tabla de windsurf en Cataluña; su primer cuaderno de viaje con dibujos en París; también mis primeros “primeros” aparecen vinculados a escenarios en tránsito: mi primera borrachera y mi primer beso en Inglaterra; mi primer buceo en Indonesia; mi primera foto con una cámara digital con 12 años en el Monte Saint-Michel…
A veces tenemos la suerte de que esas primeras veces ocurran en un viaje y entonces la memoria sí los tatúa en nuestro cerebro para siempre.
Por eso viajo: para sumergirme en el aprendizaje activo, vivencial y significativo; para generar posibilidades que luego albergarán oportunidades. Para que puedan darse más “primeras veces”. Para aumentar mi consciencia de la experiencias.
Viajo porque en el trayecto escucho mi música preferida a todo volumen en mi coche y mi pecho vibra a cada momento. Viajo en el sentido que para mí tiene la vida: porque estoy en continua evolución y crecimiento y en el viaje siempre encuentro nuevos escenarios para ello.
Unos días después leo en el libro “Viajar Ligero, la vida con equipaje de mano”de Gabriele Romanoli: “circular, moverse, intercambiar, cambiar. Tienes derecho. Hoy eres esto, estás aquí. Mañana podrías querer probar algo distinto en otro lugar. Llevando contigo a las personas y cosas importantes. O dejándote llevar con ellos, ya que ante todo no debes ser un lastre. Comprueba de qué material estás hecho, cuánto estorbas, si tienes demasiadas pretensiones, deudas, expectativas, problemas sin resolver.” Me lo ha dejado mi guía de esta aventura y en mi lectura de estos días calurosos en la piscina de mi amiga que me acoge este verano, este pasaje resalta porque él lo ha subrayado. Yo también subrayo libros, como un intento de retener lo esencial, para meterlo en esa mochila ligera. Lo gracioso es que rara vez vuelvo a releerlos. Así que esas líneas de lápiz subrayadas se quedan como testimonio de lo que un día me resonó en eco. Al leer las páginas de Romagnoli y encontrar los grafitos del lector anterior me sonrío comprendiendo a veces sí y otras no, el por qué él escogió esos fragmentos y a mi en cambio me llaman la atención a veces los mismos y en otras ocasiones otros distintos. Es como cuando voy caminando por la orilla del mar en la playa y sigo las huellas de pisadas de otros que van delante: es un truco que aprendí de pequeña para no cansarme tanto al hundirme en la arena. Pero de pronto no hay huellas porque el mar se las ha tragado y tienes que meter el pie de lleno y hundirte en ella, esforzarte, hacerte cargo de tu camino, de lo que a ti mismo te parece la esencia.
Leo las palabras subrayadas por mi prestador y pienso que, en cambio, tal vez yo prefiero “viajar con” que “llevarme a alguien de viaje”. Viajo con compañer@s a veces, con mi hijo mucho y otras veces sola. Viajar con otros es compartir; “llevar” es trasladar algo de un lugar a otro, hacerse cargo del movimiento del otro, cargar el lastre ajeno….En cambio, “ir con” es caminar juntos, creciendo por separado sin separarse o separándose a ratos para volver a encontrarse más tarde, si el camino lo favorece. Tal vez esto es por mi miedo a sentirme atada, pero me prometo reflexionar sobre ello. Más tarde el subrayado aparece de nuevo y me tranquiliza: “ cuando se quiere a alguien se lo deja libre. Las mercancías deben circular, las personas deben circular. Detenerse solo cuando es indispensable, cuando se producen encuentros milagrosos en los que la cura es recíproca, la simbiosis mutua”. ¡Mi signo Acuariano y mi tendencia a la indomable independencia salvados por el autor Italiano!, aplaudo y respiro aliviada.
Y continúo leyendo… y sigo escribiendo: viajo en definitiva por el placer de hacerlo, sin más, sintiendo los momentos, observando las sensaciones, metaviajando mi trayecto vital. Viajo siempre que puedo.
Romagnoli nos dice que en la vida pasaremos 23 años durmiendo, 20 trabajando, 6 comiendo, 5 esperando, 4 pensando, 228 días lavándonos la cara y los dientes y tendremos 46 horas de felicidad. Nos presenta su libro como “un manifiesto para que pierdas el miedo a perder, para todos aquellos viajeros que recorren ese viaje que es la vida y desean añadir algunos minutos más a esas 46 horas de felicidad”.
Yo viajo para añadir a esa lista del escritor muchos más años de viajes, pidiendo, como decía K. Kavafis, “que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias” en su Ítaca inmortal, entendiendo que lo importante es el trayecto y no la meta ni el destino, siempre que podamos extraer de ello aprendizaje y experiencia.
¿Y tú, por qué viajas?
Buenísimo . Sigue escribiendo.
Gracias gordiiii!!!