Una vez había una historia vibrando en el universo, una historia sin dueños apadrinada por al calor de las estrellas y el magnetismo de los planetas.
Había nacido hacía milenios, cuando el polvo de luz todavía susurraba al conocimiento historias sobre llamas gemelas.
Una época en la que la conciencia humana era tan sólo un minúsculo proyecto en la inmensidad de la vida.
Un momento en el infinito suspendido en el color del amor, en la magia de lo certero.
Aquella historia tenía un único deseo, ser vivida en la piel de algún ser de carne y hueso.
Así que un día arriesgó su comodidad en el trono de los siglos y se lanzó al vacío del sin tiempo. Viajó años luz de búsqueda entre cientos y miles de intentos, sin encontrar esa encarnación prometida.
Hasta que un momento cualquiera, un segundo como otro de los millones que alimentaban esa eternidad efímera, escuchó el eco de un resonar familiar: dos almas preparadas para el encuentro, vibraban en su frecuencia modulada.
Entonces comprendió que el momento había llegado. Se dispuso para el parto y concentró toda su felicidad en crear las palabras, los gestos, las sonrisas, los besos y los abrazos que le permitirían por fin ser vivida, sentida y contada por aquellos previstos para ello.
Tal vez, aquellos dos humanos pensaron al recibirla, que ellos dos eran los protagonistas de semejante acierto. Tal vez no se dieron cuanta de que la historia en sí misma, les había escogido, de entre todos los posibles, a ellos dos como herederos. Sin embargo, ella no les sacó de su engaño; al contrario, les dejo vivirla en todo su tiempo y creencia, les dejó recrearla como si fuese la primera vez en su vida que la estuviesen sintiendo…pues al fin y al cabo ¿qué más daba?… ella se sentía nacer en ellos con la complacencia de saberse, por fin, amada desde lo más cierto.
Raquel Galavís