Llevaba tiempo vagando en el desconcierto, acumulando retazos de sonidos gemelos, que parecían guiarle en su deambular por la memoria de su esencia perdida. A veces reconocía en la sombra de una nota el calor de la melodía materna; en alguna otra ocasión, la mañana le bailaba con el canto del recuerdo. Él, vagabundo de las notas de caoba, transgénero de la palabra según el contexto, desdeñaba el metálico de las ciudades por la tiranía ruidosa que ensordecía su alma de abeto. Por eso había salido a correr entre los susurros verdes. En algún sueño había creído entender la serenidad del murmullo del bosque; y aquí era dónde ahora se reconocía engendrado; parido por la madre naturaleza en la templanza del ocaso tamizado. En este espacio-tiempo podía ser libre, suspirar su latido en nota sostenida; olfatear el aliento de las hojas atrincheradas bajo al rayo soleado, Artemisas guardianas en protección húmeda. Su destino era un recipiente vibrante, un alma perdida que sentía el eco de esa misma música arbórea; una alegre llamada que le atraía al centro neurálgico del bosque sinestésico. Por fin lo intuía cercano. La circunstancia estaba dispuesta para mostrarse exacta y el atardecer lumínico le mostró un atajo enramado, por el que se deslizó saltarín hasta encontrarse con el otro, su origen y destino al mismo tiempo, su alma y a la vez su cuerpo. Y entonces, con el convencimiento que da el saberse hallado por el propósito primigenio, se dejó mecer por las cuerdas del instrumento y saltó de tono en tono en una nana que adormeció aquel verde universo.
Raquel Galavís